"Doce minutos"
Justo al llegar a la parada del bus, me percaté de lo inevitable. Un cola de personas con el rostro inanimado, algunos con la mirada perdida, aguardando por el aleatorio, arbitrario y antojadizo medio de transporte público. Al menos treinta personas, treinta historias, treinta destinos distintos, y una idea en común: ¿cómo hallar el sentido de la vida en una parada de autobús?
Los más cercanos al poste identificativo de las líneas que por allí supuestamente transitan, ya dan rienda suelta a desesperados y sarcásticos comentarios del tipo: “Es que es una vergüenza, ¿eh?”, “es que llevo una hora y cuarto, ¿eh?, de reloj. Que mira, que no te exagero, que te diga mi marido, que hora y cuarto que llevamos ya aquí.”
Mientras me encaminaba al último lugar de la fila, las miradas de aquellos pobres condenados se volvían, cada vez, más inertes. El ser humano intenta, sobretodo a partir de cierta edad, no tener ocasión de pensar. Los problemas nacen en la interrelación con los demás, pero crecen, se reproducen e intentamos que mueran en el silencio de la habitación a la hora de dormir, en la sala de espera del dentista o aguardando en la parada del autobús. Cuando, por desgracia, nos conceden un tiempo extra, insípido y vacío de contenido con el que no contábamos, las miradas se nublan, se pierden en el suelo diez metros más adelante, y el frío se apodera de nuestros pensamientos.
Justo delante mía, una señora bastante más bajita que yo. Fuma un cigarrillo mientras habla con otra señora, también bastante más bajita que yo. Sobre su mano derecha apoya el codo de su brazo izquierdo, y entre los dedos, el cigarrillo. Ambas tienen un abrigo oscuro, que les llega bastante más debajo de la cintura, pero que deja ver el uniforme blanco de una empresa de limpieza. Bastante menos blanco de lo que llamamos blanco.
De repente miran hacia mi izquierda y alargan el cuello, en señal inequívoca de que ya viene el autobús. Es entonces cuando los movimientos se aceleran, se intercalan suspiros de alivio y comprobaciones del reloj, con algún comentario sutil: “Vaya hombre, vaya”, “qué poquísima vergüenza hay que tener”. Nunca entendí por qué figura en el poste informativo del ayuntamiento que la línea 22 pasa cada 12 minutos. Es insultante. Es, hasta cierto punto, ultrajante. La línea 22 nunca pasó cada 12 minutos por aquél lugar.
Justo al llegar a la parada del bus, me percaté de lo inevitable. Un cola de personas con el rostro inanimado, algunos con la mirada perdida, aguardando por el aleatorio, arbitrario y antojadizo medio de transporte público. Al menos treinta personas, treinta historias, treinta destinos distintos, y una idea en común: ¿cómo hallar el sentido de la vida en una parada de autobús?
Los más cercanos al poste identificativo de las líneas que por allí supuestamente transitan, ya dan rienda suelta a desesperados y sarcásticos comentarios del tipo: “Es que es una vergüenza, ¿eh?”, “es que llevo una hora y cuarto, ¿eh?, de reloj. Que mira, que no te exagero, que te diga mi marido, que hora y cuarto que llevamos ya aquí.”
Mientras me encaminaba al último lugar de la fila, las miradas de aquellos pobres condenados se volvían, cada vez, más inertes. El ser humano intenta, sobretodo a partir de cierta edad, no tener ocasión de pensar. Los problemas nacen en la interrelación con los demás, pero crecen, se reproducen e intentamos que mueran en el silencio de la habitación a la hora de dormir, en la sala de espera del dentista o aguardando en la parada del autobús. Cuando, por desgracia, nos conceden un tiempo extra, insípido y vacío de contenido con el que no contábamos, las miradas se nublan, se pierden en el suelo diez metros más adelante, y el frío se apodera de nuestros pensamientos.
Justo delante mía, una señora bastante más bajita que yo. Fuma un cigarrillo mientras habla con otra señora, también bastante más bajita que yo. Sobre su mano derecha apoya el codo de su brazo izquierdo, y entre los dedos, el cigarrillo. Ambas tienen un abrigo oscuro, que les llega bastante más debajo de la cintura, pero que deja ver el uniforme blanco de una empresa de limpieza. Bastante menos blanco de lo que llamamos blanco.
De repente miran hacia mi izquierda y alargan el cuello, en señal inequívoca de que ya viene el autobús. Es entonces cuando los movimientos se aceleran, se intercalan suspiros de alivio y comprobaciones del reloj, con algún comentario sutil: “Vaya hombre, vaya”, “qué poquísima vergüenza hay que tener”. Nunca entendí por qué figura en el poste informativo del ayuntamiento que la línea 22 pasa cada 12 minutos. Es insultante. Es, hasta cierto punto, ultrajante. La línea 22 nunca pasó cada 12 minutos por aquél lugar.
Si en el primer capítulo me sentí identificado imagínate en este. Tantas horas muertas esperando a un autobús la verdad que dan para pensar mucho, al mismo tiempo que te vas enervando con el paso de los minutos.
ResponderEliminarYo supongo que cada ciudad tendrá su propia "linea 22", espero que esto no sea solo cosa de Málaga.
Me siento super identificada... es más siempre viajamos casi las mismas personas a la misma hora... y cuando me creo que llego tarde miro desde lejos haber si tal persona está aun...
ResponderEliminary todos con el reloj en mano, con las miradas perdidas y con un destino distinto pero el mismo objetivo vivir deprisa que no tenemos tiempo para perderlo en una parada de autobus!
((Desde tierras manchegas))