El Sol se estaba ocultando cuando llegamos a aquel pueblo perdido de la mano de Dios. Yo llamaba activamente a las puertas de la adolescencia y no me hacía ninguna gracia pasar la noche con mis padres y sus amigos (a los que ni conocía) en aquella verbena.
No tardamos mucho en dar con ellos y rápidamente nos llevaron a una plaza donde habían montado un gran comedor y que estaba hasta arriba de gente. Tras una cuantas palabras micrófono en mano de un exultante alcalde y tras unos cuanto vítores de sus adeptos (supongo que la fiesta le debió de quedar muy bonita) empezó la música, la jarana y, cómo no, la pitanza.
A pesar de que el matrimonio amigo de mis padres era gente simpática y de que la comida estaba realmente exquisita yo sentía que aquel no era mi sitio. Aunque apenas articulé palabra, tal debía ser mi cara de disgusto que en un momento que se llegó a saludar el hijo de la pareja anfitriona los progenitores de ambos bandos insistieron en que me fuera con él; cosa de la que no les culpo, pues no debía ser agradable comer enfrente de mi careto que llegaba al suelo.
Las cosas para mí iban de mal en peor. Yo, que siempre he sido una persona introvertida, ahora me tocaba lidiar con un chaval al que no conocía y para el que seguro era una carga. El chico era dos o tres años mayor que yo, y me sacaba una cabeza. Inmediatamente fuimos a recoger a dos amigos suyos de las mismas características, pues obviamente eran de su quinta.
He de reconocer que mi sensación de desagrado inicial pronto giró hacia el lado contrario. Aquél zagal me cautivó casi desde el principio con su verborrea infinita. Se mostraba como el típico caradura gracioso que al final te acaba cayendo bien. Su compañeros, aunque más apretados (como dicen en mi tierra) también se les notaba agradables.
Fuimos a una improvisada pista de baile en las canchas de baloncesto de un colegio, donde habían puesto la música y una barra de bebidas. Tras que mi nuevo amigo estuviera un rato satireando a las chicas del lugar fuimos a pedirnos algo. No tarde en mentir y en decirles que sí bebía, para no andarles a la zaga. Me pedí un gin-tonic, que no sabía lo que era, pero que era lo que tomaba mi padre. Fue mi primera experiencia con el alcohol. Volvimos a la pista a por las niñas, copa en mano, y repetimos la acción hasta un total de tres pelotazos; aunque yo dejaba a la mitad mis vasos, pues aquél brebaje no me gustaba nada.
Al cabo de un rato nos marchamos de allí. Cogimos el coche del padre de uno de ellos. Aunque evidentemente ninguno tenía edad para conducir yo estaba demasiado mareado como para decir nada. Tras unos 15 minutos de conducción llegamos a un sitio donde había prostitutas. A pesar de que solía hablar bastante de ellas en el colegio verlas por primera vez en persona me impresionó bastante. Mientras los muchachos hacían tratos con ellas que no llegarían a buen puerto, pues solo buscaban echarse unas risas; yo me limitaba a observar desde mi ventanilla como si estuviera en el teatro.
Volvimos al garaje de donde habían sacado el coche y nos sentamos en unos destartalados sofás que el dueño tenía allí. Fue entonces cuando empezaron a hacer una especie de juegos malabares con unos cigarros hasta que caí en la cuenta que estaban haciendo lo que la gente llamaba "porros". Me ofrecieron uno y empecé a fumar. Supongo que era la noche de las primeras veces.
Cuando nos acabamos los trócalos a uno se le ocurrió que íbamos a jugar al juego de la galleta, remarcando bastante que era obligatorio y que no nos podríamos echar para atrás. Yo, después de haber bebido, fumado y alternado con putas por primera vez, estaba lo suficientemente crecido como para no achantarme por un estúpido juego; así que acepte encantado.
Cogieron un paquete de Marbú Doradas que parecían bastante rancias y colocaron una sobre el suelo; entonces me explicaron lo que íbamos a hacer. Nos colocaríamos en torno a la galleta, nos masturbaríamos sobre ella y el último que se corriese se la tendría que comer. Las reglas eran tan escuetas como sencillas; aunque yo tuve que pedirles que me la repitieran un par de veces porque mi cabeza no lo acababa de asimilar.
Entonces entendí su maquiavélico plan. Habían jugado conmigo como con un títere y ahora me tenían justo donde querían: bebido, drogado, en un garaje que vete a saber donde estaba y rodeado por unos tíos que me triplicaban en número y en masa corporal. Tuve que acceder a jugar, o de lo contrario habría sido peor el remedio que la enfermedad.
Y ahí estaba yo; delante de tres tíos que en pocos segundos se la iban a sacar delante mía y se la iban a pelar como monos; y yo tendría que hacer lo mismo, en un estado físico alterado por las drogas; en un estado anímico alterado por la violencia del contexto; y con el handicap de haber descubierto el onanismo no hace muchas fechas. Era como una especie de ruleta rusa donde irónicamente ganabas si disparabas. De repente me llego el olor, el olor a sudor, el olor a semen, el olor a perdida de la inocencia. Estaba claro que ganase o perdiese nada volvería a ser lo mismo.
jajajaja!!!
ResponderEliminarjoder!!! pero cuenta!! cómo acabó??
Galletas mojadas en leche, desayuno de los campeones
madre mia, que imaginación!
ResponderEliminarcuenta cuenta, esto engancha.
Te puedes dedicar a escribir.
Confío en que no está basada en hechos reales, aunque si lo fuera me explicaría muchas cosas de tu personalidad... :p
ResponderEliminarMu buen relato de los peligros que tiene andar con gente de pueblo
Cómo acaba?😭😭😭
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